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Aria para Consuelo

El sol va a su letargo,
elevo mis ojos al cuadro de argento
donde persistes sublime
con la sonrisa arqueada,
la melena ondulada en bermellón,
los ojos de un citrino mate.

Yaces en la pared 
frente al escritorio de guayacán,
te contemplo a ratos
mientras las teclas repiquetean
con cadencia
bajo mis dedos.

Afuera ya se han marchado
a sus lechos afables,
la luz nívea de la pantalla
me recuerda las horas fugaces
que han emigrado
sin poder conciliar la caída
al amparo de Morfeo.

Cuando ya no puedo,
la llovizna en la mirada
y el nudo en el corazón,
me sumergen en el sopor
que se ha agravado con los años.

Nací en el primer solsticio
de tus diecinueve años,
sólo una década
compartimos el abrigo nocturno,
sólo una década
celebramos cumpleaños y navidad,
sólo una década
tu regazo fue el almohadón
mientras canturreabas una nana. 

Hay un una memoria
que arponea mi núcleo,
y lloro, lloro con clamor;
porque no sabía en su momento,
que me harías falta en las penurias
de la adolescencia y la traición más fiera,
nadie ha llenado ese sitio.

Aún era de madrugada
cuando me despertaron con vigor,
me cubrieron y bajamos
a tu lecho de muerte,
en las afueras,
se podían oír tus rugidos por el suplicio.

Siempre tuviste el ímpetu
de una criatura mitológica,
pero ahí postrada,
eras un trémulo saco de huesos;
toda la estirpe reunida y apretujada
en ese modesto nido costero,
callaba ante tu pesar.

Los cuatro estábamos ahí
tal y como suplicaste,
mordiste tus belfos
para contener el calvario,
la lucidez volvió una última vez.

Francamente no recuerdo
tus palabras o el tono de voz,
pero marchaste al samsara
con una sonrisa
mientras sostenías mi mano.

Me aterró observar
cómo claudicaba tu cuerpo,
mientras me apartaban con premura
a la postre que las lágrimas se sobrepasaban.

Pateé y empuje a los mayores,
hasta dar con el resquicio
donde me colé hasta tu costado,
aún latía tu vida bajo mi mano
y sentí cuando se apagó su revoloteo
a primera hora.

Lo siguiente que sé,
es a mis hermanos apilados
en un abrazo contra mi
para contener mi histeria creciente.

¿Por qué tenía que devorarte
una maldición sanguínea?

Cuando la quietud me sosegó.
nos acurrucamos a tu cadáver
en busca de la calidez
que nos daba seguridad.

Hicimos muchas promesas,
de las cuales ya no sé
cuáles rompí y cuáles no,
la garúa descendía al tejado,
nos quitaron al mediodía.

Te lavaron y embalsamaron
con lavanda angustifolia,
te ataviaron ritualmente
con una túnica de nieve
y una corona de camelias,
te depositaron en el sarcófago
con primor y exquisitez.

Al sepelio arribó
el linaje en multitud,     
la romería de los lamentos
con las guirnaldas perfumadas
tras la carroza aciaga de ónix.

Allí íbamos cuatro hermanos,
con el pesar bajo el parasol
y los pasos inciertos,
en cuanto traspasamos el linde,
con el firmamento lagrimeando,
los temores atacaron a la primogénita.

No se inundaron
los ojos que heredé de ti,
no lo hicieron,
porque sostenía a mi hermana,
me rompí hasta que el ataúd entró
a la bóveda de canto
y comenzaron a sellarla.

¿Padre?
Oh, padre
¿Decías que ella era
tu más grande amor?,
ni siquiera apareciste.

Era un verano,
ya sé porqué me son indiferentes.

Los largos cánticos de cuna
se han disipado en los anales,
las viejas heridas en la psique
florecen cual galán de noche.

Debería hablar otras reminiscencias,
pero esta es la única vívida
en este cerebro desentonado.

Debería hablar de yaya
siendo mi tutora desde que cedieron
la custodia en los tribunales,
pero no aquí, porque esto es más una letanía
del día en que también algo de mí
expiró entre paladas y flores.

Despierto.

El alba apenas ascenderá
y sigues primorosa,
mientras yo soy una existencia cuarteada.

La casta aprecia el reflejo
de tus facciones en mi rostro,
mas me siento confusa
porque a ratos
mi memoria sensata
te percibe como una extraña.

El pecho se oprime indagando
el éter sereno de este plano,
pero no lo hallo.
Me enfundo bajo la colcha,
escarbando un refugio de la realidad
que me magulla con frialdad.

Gimoteo.

Hipo con violencia,
porque el vacío hoy se ha avivado
y me quema con pasos de hierro
al carcomer los nervios del alma.

El calendario vuela con la brisa
y devela nueve meses a partir de hoy,
los latidos retumban cual cuerno
presagiando la ceremonia.

Veintiún esqueletos de caléndulas
yacen en la vasija oriental
que engalana el buró,
las sábanas de azur batidas
entre el camastro y el tapiz;
tres años de la cabeza destrozada
por la lombarda de la traición,
no impedirán que resurja mi brío,
aún hay voracidad
en la tinta que grabo aquí.

Le he hablado al papel
sobre la inquisición del alma,
sobre amores pérfidos
y delirios del vino,
es un aria en runas de ébano
que danza como un réquiem.

Con las épocas marchándose
aprendo que
mi Consuelo es la mujer
donde germiné y broté,
mi Consuelo eres tú
entre memorias desperdigadas,
mi Consuelo es tu nombre,
tu recuerdo.

Mi madre que yace más allá del sol.

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