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Khalid

Llegas como la tempestad
batiendo plumas de terracota,
tus chillidos se estrellan
en la puerta contigua.

¡Ese endemoniado pajarraco!,
me quejo ante tu perseverancia
que irrumpe la siesta
del cenit efímero.

Pero el oro que portas
petrifica por su finura,
callas ante mi presencia
tras el ventanal enrejado.

Nos analizamos,
tú como un predador,
lleno de curiosidad pueril
que viene con la ventisca.

Nos analizamos,
te observo con la apatía
del encierro imperativo
por la supervivencia.
La matriarca aporrea la madera,
exigiendo mi salida del caparazón
y sus gritos te exaltan,
¡Khalid, suficiente!
gorjeas furibundo.

La rutina discurre
entre estas paredes legadas,
comer observando titanes
de agua evaporada
con el eco de vecinos
discutiendo por trastes sucios.

Las horas son volátiles
en el calor porteño,
la brisa crepuscular
revuelve tu plumaje.

Permaneces en la cornisa
velando mi prisión anaranjada,
bajo tus garras, imagino
la memoria errante
de casi cien días.

Al siguiente soplo,
en que Ehécatl augura
las lágrimas de Tláloc,
me pregunto si te marcharás.

El segundo solsticio viene
con su lluvia inclemente
de ámbar y lamentos
por la luz que truena
y nos deja en sombras.

Khalid contempla
la incertidumbre del mundo
ardiendo
por un ser microscópico.

Mi águila chilla
antes de ascender al firmamento
llevándose la conexión
al tapiz del mundo.

Las campanas repiquetean,
mientras la muerte siembra
más víctimas en fosas,
que de común sólo tienen
a ese virus con corona.


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